24/3/2018
Ana Pardo de Vera.
«»La fuerza del Estado» se invoca, sobre todo, desde las cargas policiales del 1-O (la única violencia y que Llarena omite) como una cuestión de fe («¿A quién se le ocurre desafiar al Estado?») Como si el Estado fuera una deidad patria inamovible, intachable, incorrupta e inmutable en lugar de un conjunto de instituciones, poderes y leyes conformadas durante 40 años por seres humanos con mejor o peor intención, con mayor o menor acierto, pero imperfectos en todo caso y nunca atemporales.
La decisión de Llarena, sus argumentos políticos y profundamente ideologizados en el sentido opuesto al independentismo (que no es la unidad, sino la uniformidad y negación de la diferencia territorial, entre otras), no constituyen «la fuerza del Estado», sino el Estado de la fuerza de un sistema que adaptó la dictadura a una democracia limitada y conformada por una red de poderes que buscan su supervivencia, empezando por la monarquía inútil y terminando por un parlamento configurado gracias a una ley electoral obsoleta que no responde ante la sociedad sobre la que legisla.
Ver en el independentismo el gran problema del Estado -de este Estado de la fuerza- es un error de luces cortas que nos deja indefensos ante esa red de poderes enquistados y corrompidos dispuestos a perpetuarse como sea. El independentismo, de hecho, solo es uno de los objetivos a abatir por «la fuerza del Estado» de la fuerza»».
En este punto, termina el artículo. Pero cabría identificar otros muchos objetivos a «abatir» por ese «Estado de la fuerza». Por ejemplo todo atisbo de crítica o disenso por parte de artistas, humoristas, twiteros, internautas anónimos, titiriteros, raperos…, así como toda protesta social, más o menos organizada, canalizada a lo largo de estos años por movimientos ciudadanos como el 15M, la PAH, las «mareas» y plataformas creadas en defensa de servicios públicos…
En la misma línea, un Estado así caracterizado, asume como objetivo irrenunciable el de intervenir ante cualquier posible freno o limitación a los beneficios de los «grandes»: «sus» grandes. Para ello no duda en aniquilar derechos básicos de los trabajadores (llevando a cabo «reformas» «laborales», «fiscales», «mentales»…), como tampoco duda en vaciar la hucha de los pensionistas, «rescatar» bancos y autopistas (que no las vidas de esos refugiados que se ahogan en el mediterráneo) y/o trocear servicios públicos (sanidad, educación, pensiones…) con el fin de repartir las porciones entre sus golosos amigos.
Independientemente de que los enemigos a abatir por ese «Estado de la fuerza» sean independentistas, trabajadores o el mismo modelo de Estado de Bienestar, la lógica para conseguir su aniquilación es la misma: fabricar distorsiones (falsear la realidad) e infundir todo tipo de miedos en los ciudadanos.
Quizás haya que pensar que el miedo no es un error en el sistema (algo a combatir o erradicar), sino un elemento esencial para el funcionamiento «correcto» de un sistema (el capitalista), profundamente injusto y desigual. Porque, ¿sería posible que un sistema como el actual perviviera sin tantos «miedos» (y sin consumo)?
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